Un método perimido – Por Mariano Schlez

en El Aromo nº 77

schlezUna crítica al libro Simón Bolívar y nuestra Independencia. Una lectura latinoamericana, de Néstor Kohan

En su último libro, Néstor Kohan reproduce una metodología y una idea propia de la izquierda trotskista argentina: mediante citas de autores, sostiene que la Argentina todavía no realizó su revolución burguesa. Si quiere entender los límites de esta forma de hacer historia, lea esta nota.

Por Mariano Schlez (GIRM-CEICS)

El conjunto de la izquierda argentina considera que la Argentina es un país semi-colonial, oprimido por el Imperialismo y que aún tiene pendientes tareas de tipo democrático-burguesas, como resultado del fracaso (derrota, clausura, traición, etc.) de su revolución burguesa. Aunque ya hemos llevado adelante sucesivos debates sobre el tema con el PO, el PTS, el MAS y el PCR[1], volvemos a plantearlo dado que ésta misma idea es la que sustenta Néstor Kohan, uno de los principales referentes del guevarismo en la Argentina, en su reciente libro Simón Bolívar y nuestra Independencia. Una lectura latinoamericana (Amauta Insurgente Ediciones-Yucla Editorial-Ediciones La Llamarada, Buenos Aires, 2013). Pretendemos entonces proseguir con un debate fundamental para la dilucidación del programa de la revolución socialista en la Argentina: ¿cumplió la Argentina con sus tareas nacionales?

Ensayismo sociológico

El planteo de Kohan no es novedoso, y se condensa en tres argumentos: 1) las revoluciones de principios del siglo XIX lograron vencer al Imperio español, obteniendo una “primera Independencia”; 2) sus principales dirigentes buscaron rebasar los límites de clase de las burguesías y las “oligarquías” e incorporar los intereses de los explotados; 3) por mezquindad o debilidad, sus burguesías les dieron la espalda y los enfrentaron, derrotándolos y clausurando el proceso revolucionario. La conclusión política de dicho balance nos colocaría hoy, 200 años después, en la obligación de pelear “por la segunda y definitiva independencia”, (p. 20), que debería coronarse con la “revolución socialista continental” (p. 31).

El trabajo no sólo plantea hipótesis ya conocidas, sin sumar nueva evidencia, sino que repite la misma metodología de la izquierda criolla: la apelación a información de segunda mano, ofrecida por estudios ajenos. Ello redunda en “lecturas” y “miradas” bastante alejadas de la realidad, sostenidas a través de citas de autoridad, las que suelen reemplazar la apelación a documentación probatoria.

El carácter ensayístico y la ausencia de un método provocan el planteamiento de un observable extenso (el estudio de las revoluciones en la actual Venezuela y el antiguo virreinato rioplatense), que implica desatender a una serie de especificidades históricas múltiples y diversas.

Por su parte, el balance que realiza de quienes le precedieron (estado de la cuestión) es insuficiente: no sólo omite toda referencia a los grandes clásicos de la tradición marxista que se dedicaron al problema de la revolución burguesa y el desarrollo capitalista en Europa (Brenner, Hilton, Hobsbawm, Dobb, Vilar o Kriedte, por nombrar sólo a algunos) y Argentina (Azcuy Ameghino o nuestros propios estudios, que ya tienen más de una década), sino que tampoco hace un balance preciso del derrotero de la historiografía burguesa.

El resultado evidente es el planteo de problemas ya resueltos, por un lado, y el fomento de debates con historiografías perimidas (el mitrismo), el menosprecio del enorme papel político de los dueños de la academia (la antigua socialdemocracia alfonsinista, devenida en diversas facciones) y el abandono del combate con el nacionalismo revisionista, a quienes incluso avizora como posibles aliados (las historias “desde abajo”, “de las clases populares” o “de las élites”).

En este sentido, es sintomático que, al tiempo que considera que las películas Revolución y Belgrano “intentan discutir diversas historias oficiales” (olvidando su vínculo intrínseco con el oficialismo), menosprecia la incidencia de los historiadores de las universidades nacionales y el Conicet en el debate político cotidiano calificando sus trabajos como destinados a un público “intramuros”. En primer lugar, el problema no es si ese conocimiento es masivo o no, sino si es correcto. En segundo, sus “papers” y artículos sólo se difunden en los medios masivos de comunicación (Canal Encuentro, Clarín, Planeta, Sudamericana), y alcanzan al cine. Revolución. El cruce de los Andes, por ejemplo, fue el resultado de una producción conjunta en la que participó la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), y contó además con un equipo educativo dedicado a realizar actividades didácticas para la escuela a partir de la película, con participación de Gabriel Di Meglio.[2] Es decir, el autor, como la gran mayoría de la izquierda que se lanza a estos temas, desconoce las condiciones mínimas de los estudios sobre lo que quiere trabajar.

Problemas históricos y teóricos

Kohan insiste en abrir un problema resuelto hace cuarenta años, al considerar a la América española una “formación social capitalista colonial” (p. 26), señalando el carácter liberal y capitalista de las reformas borbónicas (p. 24). ¿Cómo demuestra esto? Señalando que Manfred Kossok se había equivocado y que Sergio Bagú tenía razón. Una metodología de comprobación bastante peculiar: en lugar de realizar una detallada crítica del “abundante material empírico y estadístico” que Kossok habría aportado, y de criticar metódicamente a quienes se tomaron el trabajo de probar lo contrario (como los historiadores de Pasado y Presente, entre otros), resuelve el problema con una cita textual a la cual deberíamos creerle. De hecho va más allá, asegurando que las revoluciones burguesas no fueron necesarias para la instauración del capitalismo, sino que produjeron “la reconfiguración de la hegemonía del capitalismo mundial” (p. 28), que volvió a ser modificada con el regreso de las monarquías. Aunque no estamos en contra de hipótesis aventuradas, Kohan debiera esforzarse más por demostrar que la revolución burguesa fue derrotada incluso en Europa…

Asimismo, el autor se deja influir por esa academia a la que tanto critica, en tanto apela a sus categorías de análisis, ajenas al marxismo, para caracterizar a la sociedad colonial. Poro ejemplo, uno estaría tentado de preguntarle a qué se refiere con el término “clase criolla enriquecida y ennoblecida, propietaria de grandes extensiones y de numerosos esclavos” (p. 26), “élites oligárquicas” o, directamente, “elite” a secas. Si tomáramos un criterio de diferenciación de clases a partir del lugar de nacimiento de sus integrantes (como se deduce del concepto “criollo”) podríamos dividir de acuerdo al continente (clases europeas), o las nacionalidades (clases francesas, o inglesas, o norteamericanas), o también regionales (clases cordobesas o tucumanas). Por otro lado, ya nos hemos referido en numerosas ocasiones a las implicaciones de la utilización del concepto de élite, una rémora del funcionalismo italiano devenido en fascista, que privilegia elementos subjetivos y cuya eficacia es cuestionada hasta por quienes lo utilizan.

La ausencia de un criterio científico para el análisis de las clases se trasluce en una deficiente descripción de las fuerzas sociales en pugna. Kohan señala que al poder colonial (cuyas fracciones sociales no enumera) se le enfrentan dos “fuerzas heterogéneas y no siempre bien definidas […] las élites oligárquicas y burguesías criollas y las grandes mayorías excluidas. Estas dos últimas conformaron el partido americano […] de la independencia”. Para Kohan, mientras que élites y burguesías sólo buscaban una independencia formal, que les permitiera liberar la exportación de materias primas y el comercio, “la fuerza social de las grandes mayorías” (una alianza entre esclavos, peones, gauchos, llaneros, artesanos y hasta jóvenes intelectuales radicalizados) pugnaba por transformaciones estructurales y demandas más profundas y radicales, como la abolición de la esclavitud, el tributo y la servidumbre y el reparto de tierras, en el marco de un proceso de liberación continental.

Existen aquí problemas diversos. En primer lugar, en el caso del Río de la Plata, no existió ninguna alianza puramente burguesa (u “oligárquica”), ni tampoco una conformada exclusivamente por explotados e intelectuales radicalizados. Por el contrario, se ha probado que la fuerza social revolucionaria rioplatense fue dirigida por tres fracciones burguesas (rural, mercantil y pequeña o “profesional”) y estuvo conformada en su base por diferentes fracciones de los explotados (peones, jornaleros, artesanos, esclavos, indígenas, etc.).[3] No obstante, Kohan rechaza la apelación a estas categorías científicas y privilegia las del populismo, señalando que la Revolución de Mayo de 1810 fue realizada por el “pueblo”. Y conciente de los límites de ese concepto, al querer aclarar, oscurece más, arguyendo que en el pueblo convivían “tres orientaciones: 1) los profranceses (el ex virrey Liniers), los españolistas (Álzaga) y los patriotas” (encabezados por Moreno, Castelli y Belgrano) (p. 44).

Pero los hechos más elementales refutan esta “lectura”. Por un lado, ningún “españolista” fomentó la Revolución: su líder estaba preso (Álzaga), muchos no asistieron al Cabildo (Agüero, Fernández de Agüero), y los que sí lo hicieron apoyaron a Cisneros. Por otro, Liniers no era “profrancés”, sino uno de los principales pilares de la monarquía española en las colonias. Tanto que debió ser fusilado por la Junta por encabezar un movimiento contrarrevolucionario desde Córdoba. Y por último, a los “patriotas” no los unía su amor por ninguna “patria” (aún inexistente), y sí su pertenencia y filiación con una burguesía agraria.

¿Una apuesta al nacionalismo burgués?

De acuerdo a su hipótesis, los “líderes independentistas” buscaron “emancipar genuinamente a las clases populares”, mediante la abolición de la servidumbre indígena, de la esclavitud negra, del reparto de tierras, de la estatización de recursos naturales y proyectando una industrialización propia. En el caso de Bolívar, se asegura que “nacido mantuano (patricio de cuna criolla aristocrática) terminó defendiendo a los llaneros venezolanos y a los negros insurrectos de Haití” (p. 111). ¿De qué manera? fomentando el desarrollo industrial y comercial a la vez que estableciendo un sistema republicano y confederado entre los diferentes estados. Las virulentas disputas con la burguesía por el desarrollo de este proyecto expresarían esta divergencia de intereses. Similar habría sido el caso de Mariano Moreno, quien desbordó el límite de los comerciantes y hacendados al confeccionar el Plan de Operaciones, que en términos de Kohan “no respetaba la propiedad privada” (dado que buscaba confiscar las grandes fortunas y los bienes del enemigo), pugnaba por crear un monopolio estatal minero, fomentar la industria nacional y la nacionalización del comercio exterior y por establecer cambios profundos en las relaciones sociales (reparto de tierras, abolición de servidumbre y esclavitud).

En el caso de San Martín, se alude que habría adoptado a un negro como mano derecha (Monteagudo), y se probaría su apego por los explotados mediante las diversas estrategias, tácticas y técnicas militares que utilizó para derrotar al ejército español (montoneras de gauchos a caballo, guerrillas de Azurduy, alianzas con indígenas) y su decreto de abolición de la esclavitud en Lima. Por su parte, al referirse a Castelli, con el objetivo de resaltar su “indigenismo”, se omite su destacado papel de abogado de los hacendados, junto con Moreno y Miguel de Azcuénaga.

Este análisis posee una serie de errores fácticos y expresa la principal debilidad del nacionalismo radical: caracterizar que un desarrollo capitalista “pleno” expresa e incluye el interés de los explotados. Porque si hay algo que el trabajo de Kohan no prueba es que todos estos grandes revolucionarios hayan superado un programa estrictamente burgués, dado que ninguno de los objetivos que él mismo reconoce tenían estos revolucionarios “patriotas” supera este marco de desarrollo, ni lo trasciende. Ahora bien, eso no quiere decir que la burguesía no haya incorporado intereses secundarios de las clases explotadas, reconociéndoles su lugar en la fuerza social, y aceptando importantes concesiones, fruto de su arrojada participación en el combate.

En segundo, Kohan da vuelta el postulado postmoderno que sentencia que los revolucionarios “no sabían lo que hacían”, y les otorga una plena conciencia de sus objetivos, deshistorizando la evolución de sus posiciones políticas. En el caso de Moreno, por ejemplo, señala que, antes de la Revolución, defendió a los hacendados como táctica coyuntural para enfrentar al enemigo principal, los españoles colonialistas. Sin embargo, omite completamente su vinculación al partido realista de Álzaga, y su participación en la asonada de 1809. En ese entonces, engañado probablemente por el discurso juntista de los monopolistas, Moreno quedó del lado de la contrarrevolución, lugar del que no habría salido de no ser por el acierto de Cornelio Saavedra y los Patricios, que defendieron al bonapartismo que expresaba el virrey Liniers, esperando que las “brevas madurasen” para lanzarse a la toma del poder.

Finalmente, las peleas entre las diferentes facciones políticas no pueden ser asimiladas a proyectos sociales antagónicos, por más virulentas que éstas hayan sido. Por el contrario, una aproximación al carácter social y programático de un proceso revolucionario debe realizarse a partir del análisis de los escritos teóricos de sus principales cuadros, lo que en el caso de la Revolución de Mayo, puede hacerse a través de numerosas publicaciones, como el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, de Hipólito Vieytes, en donde se observa su preocupación por desarrollar relaciones capitalistas en la campaña bonaerense.

Balances y perspectivas

En tanto hemos visto que los revolucionarios, más allá de sus estrategias y tácticas, y de la mayor o menor radicalidad de sus planteos, poseían un horizonte burgués, debemos preguntarnos en qué medida sus objetivos de largo plazo han sido cumplidos o no. Es decir, si el capitalismo se ha extendido en el continente o si aún perviven reminiscencias coloniales.

Para ello debemos, en primer lugar, realizar un análisis histórico, geográfica y temporalmente delimitado, alejándonos de todo tipo de análisis sociológico que suponga hipótesis sin asidero en la realidad. Asimismo, con respecto al grado en que las revoluciones cumplieron sus objetivos, debemos eliminar falsos problemas.

Kohan considera que aún está pendiente la liberación nacional debido a que no se conformó la “Patria Grande” latinoamericana, y el resultado de los procesos revolucionarios concluyó en estados menores. Es decir, existe una nación inconclusa. El problema es que centrar la mirada en el tamaño de las unidades políticas nos hace perder de vista el contenido de sus relaciones sociales. En una primera etapa, las burguesías regionales aúnan sus esfuerzos para confrontar a muerte a la vieja clase dominante (la monarquía y sus aliados). Pasado ese tiempo, comienza un largo período de combates intra-burgueses, entre las diferentes fracciones sociales y facciones políticas, que pugnan por imponerse unas a otras, lo que decide la extensión de cada dominio (Estado nacional).

El planteo de que las burguesías latinoamericanas deberían haberse “hermanado” bajo un proyecto común continental no parte un análisis de la naturaleza de las clases que intervienen ni del proceso histórico concreto en el que se desenvolvieron.

Una revolución burguesa tampoco se mide por el grado de “democracia” en la que se asienta, ni tampoco en el grado en que “libera” a los sujetos sociales explotados que incorpora en su alianza. Lo único que busca la revolución burguesa es desarrollar relaciones sociales capitalistas.

El Río de la Plata era un espacio económico al servicio del feudalismo español, situación que el proceso revolucionario de Mayo transformó radicalmente en un sentido progresivo. Luego de 1810, crece la población en general y el desarrollo de la economía ganadera representa una expansión de las fuerzas productivas notable. Sobre todo teniendo en cuenta la pobre demografía, la pérdida de territorio (Bolivia, Paraguay, Uruguay, sur de Brasil) y la presencia de una guerra externa y otra civil. Luego de cincuenta años de combates políticos, se creó un Estado, un mercado interno (se suprimieron las barreras aduaneras provinciales) y se extendieron las relaciones capitalistas a lo largo y a lo ancho del nuevo país.

Algunos reclamarán ofendidos que se trata de un capitalismo agrario. ¿Y qué se esperaba? Quienes hicieron la revolución fueron los hacendados, es decir, una burguesía agraria que, pese a los enfrentamientos decimonónicos, siempre se mantuvo en la primera plana del poder político (Saavedra, Chiclana, Alvear, Pueyrredón, Martín Rodríguez, Dorrego, Rosas, Urquiza, Roca y su campaña al “desierto” al servicio de la Sociedad Rural).

Un desarrollo similar en otras ramas era imposible materialmente: aquí no había metales, ni madera, ni marina, ni comunicaciones accesibles, ni población para producir y consumir (a duras penas había que pelearse por la mano de obra rural), situación acuciante que se completaba con un conglomerado de artesanías precapitalistas en el interior, que no portaban la capacidad de sostener un desarrollo nacional.

En síntesis, el trabajo de Kohan no da cuenta de la realidad histórica: la burguesía rioplatense actuó como toda clase revolucionaria y con lo que tenía hizo lo mejor que pudo. Ellos construyeron un país a su medida, no a la nuestra. Nuestra sociedad es el resultado del triunfo de la burguesía, y no de su derrota, por lo que nuestra tarea, lejos de cumplir con viejos objetivos supuestamente truncos, es la construcción de una sociedad nueva, socialista a secas, sin adjetivos.

Notas

[1] Pueden leerse en la sección Debates en www.razonyrevolucion.org.

[2] http://revolucionenelaula.encuentro.gob.ar/.

[3] Al respecto pueden consultarse Schlez, Mariano: Dios, rey y monopolio, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2010 y Harari, Fabián: Hacendados en Armas, Ediciones ryr, Buenos Aires, 2009.

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